Pensaba tomar un café a solas y después ir a concretar mi ansiada compra. Pero alguien se me había adelantado. Mi hermano estaba dando cuenta de un copioso desayuno consistente en un enorme jarro de café con leche y una parva de tostadas.
-Hola –saludé en voz baja para no despertar a la durmiente.
-¡Hola, marmota! ¿Qué hacés levantada tan temprano? Mirá que tengo un torneo de tenis y no quiero que el mundo se venga abajo –vociferó.
-Callate, estúpido –siseé- que vas a despertar a mamá.
-¿Se puede saber a qué obedece tanto misterio?
Decidí participarle mi propósito antes de que siguiera preguntando en voz alta.
-Me voy a comprar la bicicleta y, pese a vos, estoy intentando salir sin que se entere mamá. Ya sabés qué opina de las bicis.
-¡Ah! ¡Desobediencia en puerta! –rió el desgraciado. Me miró un momento con sorna y dijo:- Entonces esta noche vas a salir con nosotros y Ferdi…
Giré ciento ochenta grados para fulminarlo con la mirada. “Nosotros” eran él y su novia Alejandra; y Ferdi un amigo que me quería presentar para matarle la depresión de un abandono. Aparte de que me negaba rotundamente a ser el paño de lágrimas de nadie, el nombre Fernando me parecía horrible y su diminutivo, Ferdi, peor. Antes de que pudiera mandarlo a la mierda, levantó la voz:
-¡Así que te vas a comprar…! –le tapé la boca y farfullé con tono fratricida:
-¡Está bien! Pero ya me las pagarás. No habrá sido mamá quien te enseñó a vender a tu hermana…
Esta acusación le dolió. Empezó a enumerar las virtudes de su amigo pero yo, sin pararme a tomar el café, le hice un gesto con el dedo medio de la mano y salí sin mirarlo. Abrí la puerta y me apresuré hasta la parada del cole que estaba a la vuelta de casa. Le dediqué un último pensamiento a la cita nocturna pensando que había cosas peores, como que mamá se hubiera levantado y me malograra la compra. Al fin y al cabo, la extensión de la tarjeta de crédito me la había dado ella con la promesa de que yo aceptaría cualquier veto materno sobre adquisiciones no aprobadas. Lo sufrí cuando quise comprar la máquina de hacer pan, porque ella opinó que era un capricho que me duraría menos que el tiempo de pagar la primera cuota. En fin…
El ómnibus venía lleno hasta el tope, pero me colgué como pude de los pasamanos porque sabía que el próximo tardaría media hora. Era el único que me dejaba cerca de la bicicletería y se descongestionaba frente al FONAVI. Allí podría sentarme. Otro de los tabúes de mamá. ¡Tomá otra línea, nena! ¿No sabés que esos barrios están llenos de chorros? Claro, ella porque tiene auto y no debe caminar cinco cuadras para tomar otro cole. Dicho y hecho. Al llegar a los monobloques, se bajó casi todo el pasaje. Quedamos los que íbamos al centro. En la tercera parada subieron cuatro muchachones. Uno se acercó a la máquina electrónica mientras los otros se quedaban detrás del conductor. El que iba a marcar la tarjeta, se volvió de pronto y nos amenazó con un arma:
-¡Esto es un asalto! ¡Nadie se mueva del asiento!
Yo me quedé boquiabierta. ¿Mamá tenía razón? ¡Y las cosas que llevaba en la cartera aparte de la tarjeta de crédito! Documento, llaves, credenciales, agenda, el celu. Plata no, apenas para puchos, porque mi sueldo era el de convenio y se agotaba la segunda semana. El colectivero desvió el vehículo hacia un camino de tierra y lo paró a una cuadra, más o menos, de su ruta oficial. Mientras un delincuente vigilaba al chofer, los otros recorrieron los asientos y nos arrebataron los objetos de valor. ¡Adiós a la cadenita de oro que me regaló la abuela para los quince, a la alianza que me encontré en un taxi y que pensaba cambiar por un dije nuevo, al reloj que me obsequiaron en el último cumpleaños, a la bici…! Esto último era lo que más me mortificaba. Y los múltiples reproches de mamá. Uno por cada cosa robada. El atraco fue veloz. Cuando los maleantes se bajaron, destrozaron las cubiertas del colectivo para demorar el desplazamiento del coche. De los diez pasajeros que fuimos asaltados, sólo yo acompañé al chofer a la comisaría. Los demás opinaron que era una pérdida de tiempo hacer la denuncia porque nadie le daba pelota. ¿Y los documentos? ¿Y las tarjetas de crédito? –pregunté. Los denunciaremos en las comisarías del barrio –contestaron. Y allí marché, solidaria con el conductor. Nos tuvieron hasta el mediodía para asentar ambas denuncias y cuando estuve en la calle todo mi malestar se concentró en Ferdi. ¡Ferdi, por Dios! Si no hubiera sido por tener que prometer que lo iba a ver esa noche, habría tomado mi desayuno, salido más tarde y perdido ese ómnibus. Definitivamente, él tenía la culpa. Y ahora, ¿qué iba a hacer? Tenía que avisarle a mamá para que denunciara el robo de la tarjeta e hiciera cambiar las cerraduras. ¡Hasta la llave de la terraza tenía en el llavero! Traté de ubicarme espacialmente mirando el nombre de la calle y la altura. Estaba a cuatro cuadras de la peatonal. No tenía un centavo y no quería volver a casa. ¡Debiera ese Ferdi pagarme un taxi y la llamada telefónica! ¿No trabajaba en el negocio del padre? Mi hermano, para convencerme de sus cualidades, me había dicho que tenían un negocio familiar muy próspero que seguramente heredaría. Electrónica Morales, se llamaba, y estaba en Córdoba y San Martín. Ahí nomás. Caminé raudamente hacia esa intersección y en la ochava encontré el negocio. La puerta automática se abrió y me encontré en un amplio salón que exhibía una colección de aparatos de última generación. Una empleada se acercó amablemente:
-¿Puedo ayudarla en algo?
-Busco a Fernando –dije.
-¿Padre o hijo?
-Hijo.
-No lo vi entrar. Permítame averiguar si llegó –manifestó mientras se alejaba reservándose el derecho a una negativa.
Miré los teléfonos, los reproductores, las pantallas de LCD, las PC, los equipos de aire acondicionado… ¡Pero nada como mi bici perdida!
-¿Me buscabas?
Otro giro de ciento ochenta grados. Mis ojos acusadores se detuvieron en un rostro varonil y agradable en cuya mirada chispeaba un interrogante. ¿Éste era el amigo de mi hermano? No. El tarado carecía de buen gusto.
-¿Vos sos Ferdi? – indagué, no obstante.
-¿Y vos?
-Sole, la hermana de Sergio –e insistí:- ¿Sos Ferdi?
-Sí. Creí que te iba a conocer esta noche, pero me alegro de que pasaras antes por el negocio –dijo con una sonrisa que desmentía su feo nombre.- ¿Qué te trae por acá? ¿Algún aparato en especial?
-Sí. Una bicicleta –estallé antes de largarme a llorar.
Creo que necesitaba esa descarga ante tantas calamidades. Léase las explicaciones que tendría que darle a mi madre. Ferdi atinó a arrastrarme hasta una oficina adonde me hizo sentar y me prestó un pañuelo para que descargara mi nariz congestionada. Después me alcanzó un vaso con agua y arrimó una silla a mi lado.
-A ver, Sole. Contame que te pasó. Seguro que lo solucionaremos.
Lo dijo con tanta seguridad y ese “lo solucionaremos” fue tan inclusivo, que le conté de un tirón el asalto, la desazón por enfrentar a mi madre y el desconsuelo por no haber podido comprar la bicicleta. Claro que me reservé la extorsión de mi hermano y mi loco arrebato sobre su responsabilidad. Cuando terminé mi relato me sentí como si me hubiera desprendido de una losa de granito. Él me miraba tranquilo y casi alegre.
-¡Uf! ¿Eso es todo? Pensé que te había pasado algo grave.
-Eso lo decís porque vos no tenés que vértelas con mi mamá –me levanté y le pedí:- ¿Podrías prestarme para un taxi? Esta noche te lo devuelvo.
-¡Esperá! Achiquemos el pánico. ¿Qué tarjeta te robaron?
-La de Visa. Pero no sé el número.
-Veamos –dijo, y levantó el teléfono.
En diez minutos y con el nombre de mi progenitora y el mío y algunas preguntas personales, estuvo hecha la denuncia. Yo lo miraba encandilada. ¡Le debía una! Después insistió en llevarme hasta la bicicletería y me convenció de que era lo mismo que le devolviera las cuotas a él que a mi mamá, porque yo pensaba devolverlas, ¿verdad? Además eso me comprometería a verlo durante doce meses, dijo el descarado. Ahí nomás me subí a la bici y después de varios tumbos, le aseguré que estaba en condiciones de volver a casa sana y salva.
-¡Cargamos la bicicleta en el auto y te alcanzo hasta tu casa! –ofreció poco convencido.
-Gracias, Ferdi. Llegaré bien. Que mi hermano no se entere que nos conocimos antes. ¿Me lo prometés?
-Como quieras. Pero por favor, asegurate de no faltar a la cita.
-¡Hecho! – dije alegremente y pedaleé con seguridad hasta mi casa.
Cuando entré, mamá y mi hermano estaban almorzando. Yo había dejado mi nuevo vehículo en el garaje y me senté a comer con ellos. Ya habría tiempo para las consabidas explicaciones. Mientras mi madre me servía la comida, Sergio me dirigió una sonrisa guasona:
-¿Preparada para esta noche?
-¡Ni que lo digas! –exclamé, y me sumergí en mi plato.
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Últimos comentarios sobre este cuento
Nombre: Carmen
Comentario: Tu opinión es invalorable, Mónica. Es la máxima aspiración de quien escribe: compartir.
Fecha: 2010-04-12 17:48:54
Nombre: Monica
Comentario: Me agrada sentirme complise de una historia al leerla, y no es algo sensillo. Por lo que estoy empezando a leer tuyo, tenes la facilidad de meter al otro en la historia y de hacerle sentir... lo que plasmas (aunque sea con textos cortos).
Fecha: 2010-04-08 08:09:57
Nombre: Carmen
Comentario: Hola, Jaco: agradezco tu opinión que me da la posibilidad de mejorar.
Fecha: 2010-04-08 08:07:57
Nombre: Carmen
Comentario: Martha: me encantó alegrarte el dÃa.
Fecha: 2010-04-08 08:06:47
Nombre: Carmen
Comentario: João, tu comentario es muy halagüeño. Gracias.
Fecha: 2010-04-07 01:36:52
Nombre: JACO
Comentario: Amiga Carmen:
Buena descripción, los diálogos pueden mejorar, el tema familiar, como debe ser, es lineal; sin embargo te das ocasión de hacerlo interesante. Sigue escribiendo.
Cordialmente
Javier Cotillo - JACO
Fecha: 2010-04-06 09:48:02
Nombre: Martha Susana
Comentario: buenisimo! me alegró el dia!
Fecha: 2010-04-06 09:29:57
Nombre: João Luiz Vilar
Comentario: Muy hermoso. Es eso que llamo alcanzar la perfección con la sesillez.