El amor de nadie

Abel esconde su vergüenza y su cuerpo. Extrañamente le teme. Prende un cigarrillo tras otro sin poder parar de mirarla, seguirla y de fascinarse. La imagina, la piensa, la ama aunque nadie lo entienda, aunque nadie este para enterarse, aunque a nadie le importe.
Ya pasaron más de dos años de la primera vez que la vio, pulcra, reluciente, ordenada y con esa sonrisa que sólo puede tener la gente que no tiene rencor al mundo, convirtiéndose en la vida de Abel, en el anhelo de su amor, en el tiempo agraciado de su vida.
Abel se acuesta bajo el puente Rivadavia después de haberla vigilado como todos los días. Después de devorarla una y otra vez con su mirada filtrándose entre arbustos y columnas, sintiendo que el día se muere cuando ella entra a su casa.
Abel no puede dormir. Abel pocas veces puede dormir. Prende el último porro que le queda mientras sueña que al despertarse los diarios que lo cubren serán una frazada tibia, su ropa será elegante y pasará a buscar a Sofía para desayunar. Quiere que el tiempo sea su aliado y la esperanza un subsidio divino; pero sueña y nada pasa.
Despierta después de un par de horas y sus trapos siguen siendo hediondos mientras que los diarios han desaparecido arrastrados por un fuerte viento. Entonces Abel llora. Se apena y se redescubre. Sigue siendo él. Sigue siendo la persona que odia. Sigue siendo ese fantasma oscuro que sigue a Sofía, que ama a Sofía, que llora su indiferencia.
Abel sale a robar para conseguir los porros del día y algunos buenos marlboros. Sufre sus robos como la falta de aire, lamenta su desdicha como un tesoro perdido, maldice su destino resignándose a sólo eso.

Llora en silencio mientras calcula que en una hora Sofía estará saliendo de su casa. Se apura. Roba y consigue unos cuantos porros. El kiosco no tiene marlboros entonces manotea y se conforma con unos camel. El sufrimiento clavado en el fondo de sus entrañas se esfuma ante el resplandor de Sofía.
Sofía despierta calentita entre sus sabanas y su calefactor. Recorre la casa mientras su chofer se prepara para llevarla. Sofía esta cómoda en su mundo artificial, sin amor, fría y cómoda Ella no conoce el amor, solo quiere futuro. Sofía a pesar de su búsqueda frívola ha sufrido pero nadie lo sabe, tan solo Abel. Abel lo sabe porque sabe todo de ella. Abel la observa todo el día y aunque ella no lo vea el está. Abel está y la cuida, la protege, la ama. Ella alguna vez lo vio pero nunca pudo mirarlo. Su mirada lo atraviesa y su indiferencia y asco poco a poco lo matan. Abel no sabe que lo esta matando, por eso Abel la sigue, la cuida, la protege la ama.
Sofía sale de su casa y Abel ya está ahí. Pasa el día y llega la noche con un frío rígido comiéndole los huesos por entre su campera de jeans gastada. Abel resguarda a Sofía hasta su casa. Sofía entra y ya esta a salvo. Su mansión de codicia la devuelve a su mundo invulnerable Abel busca unos cartones que le sirvan de abrigo. Abel prende su último porro mientras tiembla al intentar encender un fósforo, ruega con poder soñar. Abel tristemente sin poder soñar se ha dormido. La helada es cruda y el corazón de Abel se paraliza, dejando a mitad de camino una lágrima congelada en su mejilla.
Sofía sale de su casa custodiada por los guardaespaldas que la acompañan a todos lados hace ya dos años. Sofía frunce el entrecejo y observa a su alrededor mientras contempla un vacío aturdidor. Sofía esta triste y no sabe por qué. Sofía sube al auto mientras con una tristeza rara y una sonrisa fingida murmura: “Por fin ese tipo busca otra persona para robarle”.