Recuerdo aquel día en que enfermó mi mujer. Estaba muy moribunda y gritando decía: “¡Me muero! ¡Ah! ¡Me muero!” Entonces mi suegra soltaba el grito y me alegaba.
— ¡No! ¡Mi hija, se me muere! ¡Ándele Don Cruz vaya por el medico!
— ¡No voy!
— ¡Pero Don Cruz!
— ¡Nada, nada! — le contesté. Cuando digo que voy, voy, y cuando digo que no voy. ¡Pues a veces no voy!
— ¡Ándale vaya Cruz! ¿Qué le cuesta?
— ¡Ya dije que no voy! Y ni me diga Don, ni me diga Cruz, Cruz Treviño Martínez de la Garza, nombre completo, si no no.
— ¡Vaya por favor Don Cruz Treviño Martínez de la Garza!
—Ándele, ora si se oye bonito, pero ya dije que no voy. Yo soy un hombre de palabra; cumplo lo que digo y ya dije que no.
Y mi suegra no paraba de molerme. De haber sabido que era así no me hubiera casado con la “Lupe”. Pero como andaba yo de enamorado pos que me caso con ella. A los pocos días ahí tenía en la casa a la suegra, jode y jode que si cuidaba bien a su hija, que era la única, que si yo trabajaba duro en el jornal que si esto o lo otro. Y me hartó por eso me vine a vivir aquí, lejos de mi suegra. La vieja era muy terca y le tenía harto cariño a su hija que no descansó hasta dar con nosotros y aquí la tenía otra vez molestando.
— ¿Por qué no quiere ir Don Cruz? Si mi hija fue siempre buena con usted.
— ¿Buena? ¿De dónde? Ni huercos podía hacer. Además su enfermedad no tiene cura.
—Usted ¿cómo sabe si no es doctor?
—Porque luego luego se ve. Y no hace mucho supe de su enfermedad. Que según estaba muy mala y que ningún matasanos la podía curar sólo los remedios del Camilo Torres, ese el curandero de pueblo.
—Y si le hacían bien esos remedios ¿por qué no la dejó seguir con esos remedios?
—Porque para curarla, según el Camilo Torres tenía que montársele arriba y ella tenía que retozar como yegua.
Eso fue lo que me dijo la desvergonzada cuando fui a buscarla y los encontré a los dos. Anoche tenía harta hambre cuando llegué de trabajar la labor. Como no estaba la cena lista fui a buscarla y no paré de caminar hasta dar con ella. Cuando entré al cuarto donde ese hijo desobediente atiende a los enfermos los vi muy alegres. Ella ni parecía enferma. Yo sentí harto coraje. Saqué el machete que traía y me fui contra ese canijo. Le tiré un machetazo que no lo alcanzó del todo nomás le moché parte de su hombría y le dije que si lo volvía a ver ora si lo mataba.
Y a mi vieja la jalé de los pelos y me la llevé pa’ la casa que es donde debía estar. Y ya adentro que le dejo ir la mano; le puse una friega. Tenía tanto coraje que no podía pensar, solo quería sentirme bien al descargarle la mano a mi mujer. Por eso no supe muy bien cómo fue que el machete le rozó la panza. Ella nomás dio unos gritos y se quedó encorvada en el suelo. No se murió. Todavía se quedó ahí gimiendo y llorando. Si buscaba hacerme sentir mal, no lo logró. Me hice de oídos sordos. Yo no sé si con eso le quité la enfermedad. Pero al menos ya no se iba ir con ningún otro doctorcito.
Y ahora tenía a mi suegra. Me hartó con sus súplicas. Como no tenía intenciones de callarse, seguía moliendo, no tuve otro remedio que callarla. Recuerdo que desde ese día en que mi mujer se enfermó dejé de tener suegra y esposa.
//alex
Cuento publicado el 29 de Junio de 2010
— ¡No! ¡Mi hija, se me muere! ¡Ándele Don Cruz vaya por el medico!
— ¡No voy!
— ¡Pero Don Cruz!
— ¡Nada, nada! — le contesté. Cuando digo que voy, voy, y cuando digo que no voy. ¡Pues a veces no voy!
— ¡Ándale vaya Cruz! ¿Qué le cuesta?
— ¡Ya dije que no voy! Y ni me diga Don, ni me diga Cruz, Cruz Treviño Martínez de la Garza, nombre completo, si no no.
— ¡Vaya por favor Don Cruz Treviño Martínez de la Garza!
—Ándele, ora si se oye bonito, pero ya dije que no voy. Yo soy un hombre de palabra; cumplo lo que digo y ya dije que no.
Y mi suegra no paraba de molerme. De haber sabido que era así no me hubiera casado con la “Lupe”. Pero como andaba yo de enamorado pos que me caso con ella. A los pocos días ahí tenía en la casa a la suegra, jode y jode que si cuidaba bien a su hija, que era la única, que si yo trabajaba duro en el jornal que si esto o lo otro. Y me hartó por eso me vine a vivir aquí, lejos de mi suegra. La vieja era muy terca y le tenía harto cariño a su hija que no descansó hasta dar con nosotros y aquí la tenía otra vez molestando.
— ¿Por qué no quiere ir Don Cruz? Si mi hija fue siempre buena con usted.
— ¿Buena? ¿De dónde? Ni huercos podía hacer. Además su enfermedad no tiene cura.
—Usted ¿cómo sabe si no es doctor?
—Porque luego luego se ve. Y no hace mucho supe de su enfermedad. Que según estaba muy mala y que ningún matasanos la podía curar sólo los remedios del Camilo Torres, ese el curandero de pueblo.
—Y si le hacían bien esos remedios ¿por qué no la dejó seguir con esos remedios?
—Porque para curarla, según el Camilo Torres tenía que montársele arriba y ella tenía que retozar como yegua.
Eso fue lo que me dijo la desvergonzada cuando fui a buscarla y los encontré a los dos. Anoche tenía harta hambre cuando llegué de trabajar la labor. Como no estaba la cena lista fui a buscarla y no paré de caminar hasta dar con ella. Cuando entré al cuarto donde ese hijo desobediente atiende a los enfermos los vi muy alegres. Ella ni parecía enferma. Yo sentí harto coraje. Saqué el machete que traía y me fui contra ese canijo. Le tiré un machetazo que no lo alcanzó del todo nomás le moché parte de su hombría y le dije que si lo volvía a ver ora si lo mataba.
Y a mi vieja la jalé de los pelos y me la llevé pa’ la casa que es donde debía estar. Y ya adentro que le dejo ir la mano; le puse una friega. Tenía tanto coraje que no podía pensar, solo quería sentirme bien al descargarle la mano a mi mujer. Por eso no supe muy bien cómo fue que el machete le rozó la panza. Ella nomás dio unos gritos y se quedó encorvada en el suelo. No se murió. Todavía se quedó ahí gimiendo y llorando. Si buscaba hacerme sentir mal, no lo logró. Me hice de oídos sordos. Yo no sé si con eso le quité la enfermedad. Pero al menos ya no se iba ir con ningún otro doctorcito.
Y ahora tenía a mi suegra. Me hartó con sus súplicas. Como no tenía intenciones de callarse, seguía moliendo, no tuve otro remedio que callarla. Recuerdo que desde ese día en que mi mujer se enfermó dejé de tener suegra y esposa.
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