La última.
Simón servía su té con limón al compás de la música que del tocadiscos provenía. Las esquinas del bar gigantesco y poco iluminado repetían cada palabra de esa lenta melodía, y se sumaban al ambiente del afuera, lluvioso y de tristeza. Solo tres personas más y el cantinero, también perdidos en su propio mundo melancólico. La idea de matarlo no era nada conveniente, pero haber descubierto sus encuentros con ella no lo había dejado pensar. Simón tomó su té mientras miraba su reloj unas cuantas veces, se levantó de la silla en la que estaba sentado y primero sacó de su bolsillo izquierdo la billetera, dejando un billete sobre la mesa. Después sacó un revólver de su bolsillo derecho, y solo girando su torso sin levantar un pie, apuntó hacia la puerta que estaba a su espalda. No pensó en la posibilidad que fuera algún otro cliente, disparó sin ni siquiera ver quien era.
La del medio.
Sonia no se había levantado temprano, por eso su llegada la había puesto en apuros. Lo hizo esperar unos minutos en el living, mientras tomaba una ducha y se vestía para después poder ser desvestida. Las primeras veces arreglaban el lugar de la cita y el horario, pero últimamente ya eran recurrentes los encuentros en su casa. Era peligroso, y Sonia ya padecía el cansancio que llevaba su ocultamiento. Pero él se resistía y tocaba una y otra vez el timbre. No era necesario una prenda de ropa interior suya para que Simón lo descubriera, con tan sólo un pelo de su cabello rubio y abundante sobre la cama matrimonial podía delatarse. Y lo hizo. Pero Simón la perdonó, a cambio de la vida de Santiago. Y volvieron las citas y los horarios. “Esta noche, en el bar a las 8” le dijo al despedirse, la última vez que vería su cuerpo con vida.
La primera.
El pobre de Santiago había vivido en una mentira poco después de haberla conocido en ese bar. Se amaban, o eso él creía, por lo que había continuado con sus encuentros, pese a aquél día en el que Sonia le contó que se casaría con Simón por su fortuna. No era algo que a Santiago le agradara, pero Simón había sido muy malvado con él como su empleador, así que no sentía ninguna pena. Y como Santiago quería a Sonia para él, aunque no era todo, con solo un poquitito de ella le bastaba. Estaba realmente enamorado. Al verlo salir de su casa no esperó ni un segundo y tocó el timbre. Sonia lo hizo esperar, como siempre. Leyó sus mensajes del celular, como siempre. “Invítalo al bar a las 8, allí lo haré” decía. Remitente: Simón. El “no leído” lo convenció, sabía de lo que estaba hablando. Fue su última mañana juntos, aunque le prometió verse esa misma noche en el bar, ya no la vería nunca más con vida. Sin embargo, algo todavía la amaba.
//alex
Cuento publicado el 23 de Mayo de 2016
Simón servía su té con limón al compás de la música que del tocadiscos provenía. Las esquinas del bar gigantesco y poco iluminado repetían cada palabra de esa lenta melodía, y se sumaban al ambiente del afuera, lluvioso y de tristeza. Solo tres personas más y el cantinero, también perdidos en su propio mundo melancólico. La idea de matarlo no era nada conveniente, pero haber descubierto sus encuentros con ella no lo había dejado pensar. Simón tomó su té mientras miraba su reloj unas cuantas veces, se levantó de la silla en la que estaba sentado y primero sacó de su bolsillo izquierdo la billetera, dejando un billete sobre la mesa. Después sacó un revólver de su bolsillo derecho, y solo girando su torso sin levantar un pie, apuntó hacia la puerta que estaba a su espalda. No pensó en la posibilidad que fuera algún otro cliente, disparó sin ni siquiera ver quien era.
La del medio.
Sonia no se había levantado temprano, por eso su llegada la había puesto en apuros. Lo hizo esperar unos minutos en el living, mientras tomaba una ducha y se vestía para después poder ser desvestida. Las primeras veces arreglaban el lugar de la cita y el horario, pero últimamente ya eran recurrentes los encuentros en su casa. Era peligroso, y Sonia ya padecía el cansancio que llevaba su ocultamiento. Pero él se resistía y tocaba una y otra vez el timbre. No era necesario una prenda de ropa interior suya para que Simón lo descubriera, con tan sólo un pelo de su cabello rubio y abundante sobre la cama matrimonial podía delatarse. Y lo hizo. Pero Simón la perdonó, a cambio de la vida de Santiago. Y volvieron las citas y los horarios. “Esta noche, en el bar a las 8” le dijo al despedirse, la última vez que vería su cuerpo con vida.
La primera.
El pobre de Santiago había vivido en una mentira poco después de haberla conocido en ese bar. Se amaban, o eso él creía, por lo que había continuado con sus encuentros, pese a aquél día en el que Sonia le contó que se casaría con Simón por su fortuna. No era algo que a Santiago le agradara, pero Simón había sido muy malvado con él como su empleador, así que no sentía ninguna pena. Y como Santiago quería a Sonia para él, aunque no era todo, con solo un poquitito de ella le bastaba. Estaba realmente enamorado. Al verlo salir de su casa no esperó ni un segundo y tocó el timbre. Sonia lo hizo esperar, como siempre. Leyó sus mensajes del celular, como siempre. “Invítalo al bar a las 8, allí lo haré” decía. Remitente: Simón. El “no leído” lo convenció, sabía de lo que estaba hablando. Fue su última mañana juntos, aunque le prometió verse esa misma noche en el bar, ya no la vería nunca más con vida. Sin embargo, algo todavía la amaba.
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