La visita inesperada. Otros cuentos


La visita inesperada

Autor: José Ángel Rodríguez Ramones

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Cuento publicado el 23 de Septiembre de 2010


Mi jefecita santa siempre me decía que uno debía estar bien con Dios. Era un chamaco cuando oía esas palabras. Apenas mamá cruzaba la plaza que está enfrente de la iglesia y luego lueguito se persignaba. Todo lo aprendía de ella porque no tuve un padre, al menos no lo conocí. Que bueno porque me lo hubiera echado a él también. Con todo el coraje que acumulé, sin pensarlo, le hubiera metido un par de plomazos en el pecho, porque era ahí donde a mamá le dolía cuando se acordaba de ese hijo desobediente. Nomás porque él las podía dejó a la jefa a batallar con la vida y a punto de parir.


Pero de ese desalmado no estaba hablando. Lo que yo decía es que siempre hay que estar bien con el de arriba. Por ésta, que es cierto. Ocasión que pasaba por enfrente de la iglesia, ocasión que aprovechaba a persignarme para recibir un chorro de ayuda. Nunca entré con el padrecito porque no hacía falta. Nomás con la pura crucita con las manos y el beso bastaba para que todo marchara sobre ruedas.

De niño siempre me persigné. Y ya de jovencito veía los favores del Jefe de arriba. Pues en un buen día le partí la “maceta” al Joaquín; el tipo más broncudo de la cuadra, que con nomás verlo le sacabas la vuelta. A parte de feo tenía mirada recia. Siempre andaba hostigando a todos, que por miedo ni se defendían. Se las daba de ganón, porque según él tenía el derecho a pedir cuotas a quienes chambeaban en sus dominios.

Uno de esos días estaba, yo, vendiendo por la plaza del pueblo los quesos que preparaba la jefa. Cuando se acercó el Joaquín.
–Ora tú, ¿qué traes?
–Pos ando vendiendo los quesos de la jefa.
–Pero tú no puedes vender sin permiso. Aquí todos pagan cuota pa´ vender.
–Sí traigo permiso de la jefecita.
– ¡No te hagas el menso! –dijo con voz de sargento.
–Y tú no te hagas el listo. Mejor deja vender los quesos –dije mientras intenté pasar por un lado de él.
– ¿A dónde vas? –dijo al tiempo que me detenía con su brazo.
– ¡Hazte a un lado! –respondí tratando de zafarme.
Ahí comenzó el forcejeo. Tumbó los quesos. Al verlos en el piso, pa´ pronto que comenzó a zapatear encima de ellos. No pude contener el coraje. Apenas si tuve tiempo de persignarme. Le lancé un puñetazo. Pero la experiencia en múltiples batallas callejeras del Joaquín, le sirvieron para esquivar hábilmente el golpe. Como lo había intentado con todas las fuerzas, me fui en banda. Perdí el equilibrio. Fui a dar hasta el suelo. Nada más vi a mi contrincante reírse con la quijada casi desencajada. Esto hizo que me hirviera aún más la sangre. Sin ver, agarré lo que mis manos palparon. Lancé una artera piedra con puntería de apache, que no sabía que tenía. Las carcajadas enmudecieron y un sonido sordo se escuchó. Joaquín estaba derribado en el suelo boca arriba, con el rostro ensangrentado. Miré un abultamiento en la frente con una herida profunda.


Al ver lo sucedido, don Lupe el cantinero se acercó a la escena de la batalla. Vino hacia a mí y me dio las gracias al tiempo que me dio un par de monedas. Él y un par de viejas mironas, esas que abundan en cualquier pueblo, se encargaron de crearme fama. De ahí pa’ delante todo fue fácil.

Poco a poco la gente que requería cierto trabajito rudo se dirigía conmigo. Y yo cumplía cada encargo muy bien. Como las personas quedaban satisfechas, colmaban mis manos de dinero. Así fue como me inicié en este negocio. Claro, todo con la ayuda del de arriba. Cada cristiano que apaleaba y que dejaba como Jesucristo, no lo hacía sin antes persignarme. También hacía la cruz al final porque a veces se me pasaba la mano y uno nunca sabe cuando le toca.

La poli ni se las olía. La gente no decía ni una palabra. No les convenía. Si les interrogaban decían que no sabían nada. Además yo era muy cuidadoso. Cumplía con los encargos en la nochecita o bien entrada la madrugada porque al que madruga… ya ven cómo si funciona persignarse.

Un buen día no supe qué hacer. La gitana del pueblo había predicho que iba a tener una visita inesperada. Pero yo, un hombre que tenía muchos trabajitos que cumplir, no podía darme el lujo de desperdiciar el tiempo en visitas; el tiempo es mucha plata. Sólo se me ocurrió ignorar ese comentario de esa vieja tan extraña que ni siquiera le había pedido que me leyera la mano. Sucedió que anoche cuando salía del callejón, después de haber cumplido con un encargo, me topé con la gitana que no sé de dónde diablos salió, porque me había fijado bien que nadie anduviera por ahí. Recuerdo que ya estaba bien entrada la noche por eso me sorprendí más. La vieja levantó su cara arrugada. Nos vimos por unos instantes. No dijimos nada. Pensé que me había visto matar al Juventino y por eso que le apunté con la 38. La gitana ni su movió ni se asustó. Sólo me vio y dijo que tendría una visita inesperada. Cuando terminó de hablar me quedé pensando en dispararle o no; pero dio la vuelta y se fue. Entonces quise seguirla para meterle un balazo pero ya se había ido.

Corrí por la calle. Miraba a todos lados. No había rastro de la gitana. No me expliqué nunca cómo una vieja pudo moverse más rápido que yo. En eso estaba pensando cuando oí a mi espalda un aleteo como de guajolote, pero más fuerte. Volteé. Sentí un frió que me abrazaba con una fuerza escalofriante. El brazo entumido apenas lo pude mover y apunté a su cabeza. La mano temblaba como de frío o de miedo. Como pude apreté el gatillo y enseguida escuché una carcajada que me hizo sentir más miedo. No sé si por el sonido extraño de su voz o porque la bala le cruzó la cabeza blanca y no le hizo nada. Junté todas las fuerzas que tenía en los brazos y le lancé un golpe. Caí al suelo. No logré tan siquiera tocarla. Comencé a decirle toda clase de maldiciones. La maldije una y otra vez para espantarla. Entonces me persigné como lo aprendí de mi jefa. Tampoco dio resultado. Todo era en vano.

La visita inesperada de la que me había hablado la gitana había llegado. Llegó demasiado pronto. Por más que trataba de espantarla no se iba. Vino por mí y no se iba a regresar por donde había llegado a menos que me fuera con ella. Como vio que no me quería ir me tomó con sus manos heladas y extendió sus alas. Ni la pistola, ni los golpes ni la cruz en la frente evitaron que la muerte viniera por mí.

//alex


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Últimos comentarios sobre este cuento

Fecha: 2010-09-23 15:46:10
Nombre: nadita
Comentario: es bonito y inesperado es profundo es poeta a poesia es te llega en el corazon las faltas gramaticas son demasiadas


Fecha: 2010-09-23 13:06:53
Nombre: maria elena
Comentario: me gusto mucho x hace volar la imaginacion y sentirte dentro del cuento