a doña Cecilia Arbeláez de Castellar,
que me recordó el cuento
Una mañana de diciembre de uno de esos años lejanos y perdidos entre los laberintos inextricables de mi memoria, después de soportar muchos sueños efÃmeros y pesadillas fugaces sin porvenir y sin esperanzas, desperté asustado sobre la blanda estera de la cama, acompañado de una delicada y tierna rosa blanca que, con esfuerzo habÃa arrancado del techo oscuro de mis sueños y que desde hacÃa varios meses habÃa jugado a las escondidas con los sentimientos fantasmales al otro lado de la vida.
La rosa blanca la tenÃa en mi mano bien apretada y de su tallo lleno de espinas caÃan gotas de sangre que al llegar al suelo iban formando una enorme perla deslumbrante. En el sueño, recuerdo remotamente, la rosa blanca era perseguida por un grupo de alegres colibrÃes que se peleaban su néctar para en embriagarse de felicidad. A veces la rosa blanca cambiaba de tonalidad o se transformaba en un extraño ser de esos que habitan en los más apartados rincones de los sueños o en los más remotos lugares del universo. A veces era como un copo de espumas posado sobre el torrente de aguas de las más caudalosas cataratas. HacÃa varios meses que venÃa recordando historias remotas de mi infancia, perdidas muchas de ellas en las calles polvorientas de mi pueblo, que se confundÃan con el desorden de los personajes que poblaban mis sueños. Soñaba con almas de otras regiones y de otros mundos que envidiaban mi felicidad porque yo soñaba en el mismo sueño con la rosa blanca; a veces también soñaba con los espÃritus errantes de las almas de mis antepasados, unos eran piratas arruinados que buscaban tesoros ilusorios en las islas del Caribe, otros eran indÃgenas fueguinos que buscaban la felicidad en el remolino de las pesadillas. De pronto me encontraba viajando sobre una alfombra mágica de las muchas alfombras añoradas en mis tiempos de niñez después de que iba al cine de don Santiago Chica y veÃa la pelÃcula El Ladrón de Bagdad, era acompañado por bellas y jóvenes ordalÃas que con el torso desnudo y vistiendo apenas un trozo de túnica transparente sobre sus partes púdicas danzaban al compás de las notas de una cornamusa encantada. También me perseguÃan las almas de los muertos de mi pueblo que trataban de asirse a mis esperanzas y me llamaban con sus voces silenciosas, hasta que la rosa crecÃa y crecÃa y crecÃa y entonces, como en mis tiempos de mi niñez, me escondÃa en uno de sus enormes pétalos y entraba nuevamente al éxtasis de los sueños.
Recuerdo que el médico me dijo que todo eso no era sino el producto de los muchos sueños reprimidos que en mis tiempos de estudiante habÃa soportado.
-“Afloran los deseos reprimidos de otras épocas”, dijo el galeno moviendo artÃsticamente de un lado a otro su copioso y albo bigote.
En vacaciones cuando regresaba a Pueblo Bonito y me leÃa en el dÃa un promedio de 10 novelas vaqueras y luego en las noches seguÃa leyendo con la luz de las espabilosas luminarias o bajo el manto luciferino de las luciérnagas y luego me quedaba dormido, soñaba entonces con los mÃticos héroes del far west y yo aparecÃa detrás del bar vendiendo y sirviendo wiski y tequila a los vaqueros y pistoleros del legendario oeste norteamericano. Lo más sorprendente de todo es que entre el grupo de girls que bailaban el can can, estaba la rosa blanca, triste y solariega esperando que un alma caritativa la recogiera.
Soñé muchas veces que habÃa muerto en el sueño y que era justa esa muerte porque yo en este mundo no era más que un infeliz mortal que me habÃa burlado de Cloto, la Parca que corta el hilo de la vida; veÃa, miraba, sentÃa como mis amigos y parientes me llevaban alegres al cementerio y cavaban la fosa al lado de un anciano sancuaraño hábitat de cientos de pájaros cantores, oÃa los rezos y plegarias y el rozar tétrico del féretro con la tierra seca y allà en esa lóbrega soledad sentÃa la mano amiga de la rosa blanca que me sacaba de las profundidades del Averno y lo más sorprendente, las criptas y mausoleos se convertÃan en hermosas plantas de rosas blancas de cuyas hojas brotaban melodÃas que llenaban de felicidad mi corazón.
La primera vez que soñé con la rosa blanca viajaba en un tres de palo y fierro viejo que dejaba una nube negra y espesa de humo, pero a diferencia de los otros trenes de caldera de carbón, este no bufaba como un buey, sino que runruneaba como los gatos en celos. Muchas veces desperté por las frenadas en las estaciones olvidadas y otras veces porque a veces los niños y niñas que subÃan para ir a sus escuelas y colegios me hacÃan cosquillas y maldades. Agobiado por el peso de tantos y tantos trasnochos atrasado, adormilado veÃa por la ventanilla la campiña florecida de aquellas regiones agrestes, hasta que plácidamente, como un bebé en el regazo de su madre me quedé profundamente dormido. A medida que me introducÃa más y más en el agujero de lo desconocido aparecÃa por todos los lados la rosa blanca, unas veces como la guÃa sobre los rieles del tren, otras veces posada sobre los durmientes, encima de los riscos, al lado de los árboles. No habÃa un solo rincón en donde no estuviera la rosa blanca. Me introducÃa por esos parajes solitarios llenos únicamente de plantas exóticas de aromas penetrantes cuyas flores eran visitadas por tominejos y colibrÃes, que libaban con ansia y frenesà el néctar de la vida. De las profundidades de la madre tierra emergÃan voces y melodÃas y fue cuando me dije: “Estoy loco”. Mientras, yo hacÃa esfuerzos para asirme a una tabla de salvación y despertar, el tren subÃa y subÃa por esas montañas y bosques, todo era más hermoso, más enigmático, más encantado, y más allá, muy cerca en los confines de la vida con la muerte, en los propios riscos de la eternidad estaba la rosa blanca, transparente y bella como si hubiese emergido del sueño. Lo inexplicable del sueño era que yo soñaba en otro sueño que estaba soñando y asà sucesivamente se hacÃa una cadena interminable. Cientos de aves y pájaros acosaban la rosa blanca, otros desde las ramas de árboles y arbustos le prodigaban melodiosos trinares y cantos, pero lo más asombroso era que el mismo Morfeo, el dios de los sueños, hacÃa hasta lo imposible para que yo soñara con la rosa blanca porque él estaba enamorado locamente de ella. Esa vez, en el tren de palo y fierro, la rosa desapareció cuando desperté por el tirón de orejas que me dio el vigilante que me llamaba para decirme que habÃamos llegado al sitio de destino. Los ronquidos de gato en celo de la locomotora me pusieron nuevamente en la realidad, aunque me levanté y me bajé en aquella estación alejada del tiempo, seguà sumergido, soñando despierto con la rosa blanca mientras escuchaba a lo lejos el trinar alegre de los pájaros.
Quiero expresar que aquel sueño durante muchos meses se me repitió. Cuando acompañaba a pescar a papá a la ciénaga de los recuerdos para espantar los mosquitos a la pesca y me quedaba dormido en la proa de la almadÃa; en los camarotes de los buques de vapor a donde muchas se metÃan los caimanes que jugueteaban con los tercos manatÃes y con sus coletazos sobre el camarote me despertaban; en las vacaciones de julio o diciembre que llegaba a mi pueblo y a escondidas me metÃa en la cabina de los hidroaviones que acuatizaban en la boya que estaba frente a la casa y los gringos le decÃan a mis hermanos mayores que lo cuidaran. “Cuiden ese fósil”, decÃan. También soñé con la rosa blanca en las madrugadas cuando adormilado sobre la burrita de mi tÃa, iba en busca de leche tibia a la huerta de mamá. Lo inexplicable fue que las veces que traté de acercarme a la rosa blanca, fuerzas extrañas y misteriosas lo impedÃan. SentÃa que alguien por detrás me agarraba con fuerzas cuando yo trataba de cogerla. Cuando la gente tuvo conocimiento de mis pesadillas dijeron que yo estaba loco y otras apenas atinaron a decir que esos sueños eran producto de la enfermedad del desarrollo y de las tantas pesadillas sin miedo que habÃa tenido a causa de la pasión que vivÃa. Al paso de los dÃas, el médico me dijo que esa obsesión por la rosa blanca tantas veces soñada no era sino un sueño más de los muchÃsimos sueños a que somos susceptibles los humanos. Fue cuando opté por no soñar nunca más con la rosa blanca, puesto que ese sueño era una quimera fugaz de las muchas que padecemos cuando soñamos despiertos.
Las pocas veces que logré acercarme eludiendo toda clase de obstáculos y quise tocarla se alejó entre las nebulosas de la memoria seguida de cientos de voces y de ecos encantados que brotaban de las hendiduras de la tierra, unas veces de los valles y otras veces de las altas montañas. Desesperado lloré en el sueño de otro sueño y desperté con tantas lágrimas en la cama que empecé a creer que yo no era el mismo sino otra persona que vivÃa en mÃ. Despertaba desesperado con el puño de la mano derecha bien apretado como si agarrara un objeto, como si asiera el tallo de la rosa blanca, y asà me quedaba durante varios minutos hasta que caÃa en la cuenta que no agarraba nada y entonces soltaba los músculos de mi brazo. Lo hacÃa con una gran frustración pues no habÃa podido sacar la rosa de los pasillos silenciosos de la memoria. La realidad era otra, la rosa se habÃa quedado del otro lado del tiempo. Pero una mañana en que me desperté con el puño bien cerrado, comprendà que en realidad la rosa blanca existÃa. Toda la estancia estaba impregnada del aroma y la fragancia que en el sueño despedÃan sus pétalos, allà regado en las rachas de polvo y en las burbujas del viento estaba el mismo perfume que tantas veces me habÃa embriagado cuando lograba cruzar la barrera entre la quimera y la realidad, entre la ilusión y lo existente, entre lo imaginado y lo concreto.
Huyéndole al sueño que tenÃa con la rosa blanca, me acosté en la misma cama en que en otras épocas durmieron los caimanes y me hice la idea de que no soñarÃa otra vez con la rosa. Urdà toda clase de trampas, pues le hice creer a la rosa que yo quien me acostaba y acostaba a mi hermano, y cuando entonces se percataba que no era yo quien estaba acostado iba por todos los sueños, me buscaba con codicias hasta que me encontraba durmiendo entre nidos de patos y gallinas. Entonces se burlaba de mÃ, abrÃa cada pétalo y luego los cerraba y por último se me introducÃa y yo la veÃa espléndida y delicada, me daba una sonrisa y me pedÃa que la siguiera, y yo la seguÃa por senderos arborizados y oscuros unas veces, otras iluminados por rayos de estrellas perdidas que se colaban por el tupido follaje y dejaban marcas de haces por la espesa bruma, unas veces me perdÃa, pero me guiaba por la fragancia de sus pétalos. Lo más extraordinario eran las trinitarias y los heliotropos y las gardenias y todas las flores de ese bosque ilusorio que le prodigaban cantos y alegrÃa a la rosa blanca y yo en el sueño miraba asombrado todo cuanto sucedÃa y daba gracias en nombre de la rosa mientras ellas emocionadas abrÃan sus pétalos para que los pájaros cantores chuparan el néctar de su vida.
Debà recurrir a los malabares de la hechicerÃa, a los sabios consejos de los gurúes y a las marusas de los brujos citadinos que me vendieron la fórmula para descifrar el enigma de los sueños y asà poder arrancar la rosa blanca que tantas y tantas veces me habÃa sido esquiva. Fue la noche decembrina de fandangos y chandés en que me preparé para arrancarle la rosa blanca al sueño. Me tapé bien los oÃdos ya que según me dijeron los brujos consultados el hechizo estaba en el canto melodioso del cortejo de flores que siempre la acompañaban y que en el sueño me enloquecÃan, solo debÃa percibir el aroma y fragancia de sus pétalos y asà lo hice. En el sueño logré acercarme a los confines de la tierra, miré los abismos y tuve miedo y quise renunciar a la aventura. En un momento dado la vi sobre un montÃculo de oro, fue entonces cuando estiré el brazo y agarré fuertemente el tallo de la rosa, y entonces todo sucedió en un segundo, como si fuera la primera pesadilla de mi vida, como si fuera el primer susto de los muchos sustos que en la vida habÃa tenido, desperté con la rosa blanca en mi mano. La tenÃa bien apretada y con los ojos cerrados, temiendo que fuera otra jugada del destino o una de las muchas ilusiones que en los últimos meses habÃa padecido. Me quité los algodones de los oÃdos y escuché entre las nebulosas de la madrugada cantos y voces que provenÃan de lejanos lugares. Para alegrÃa mÃa cuando abrà los ojos la rosa blanca estaba en mi mano derecha y de su tallo lleno de espinas salió una gota de savia que al caer al suelo se convirtió en una perla iridiscente. Me levanté de la cama y observé al trasluz de la ventana la rosa blanca, era la misma rosa que habÃa visto en los últimos veinte años en mis sueños desesperados, estaba fresca, lozana y radiante, pero en sus pétalos pude leer la tristeza que la embargaba. No quise seguir aumentando su dolor, asà que me fui al jardÃn de la casa, cavé un hoyo al que le eché bastante abono y la sembré en un lugar privilegiado, pero con tan mala suerte que a los pocos dÃas morÃa de tristeza. Desde ese dÃa hice un juramente junto a su cadáver vegetal que nunca más buscarÃa una rosa blanca en mis sueños efÃmeros o en mis pesadillas sin porvenir y sin esperanzas.
San Sebastián de CalamarÃ, a finales de 1986
//alex
Cuento publicado el 16 de Septiembre de 2008
que me recordó el cuento
Una mañana de diciembre de uno de esos años lejanos y perdidos entre los laberintos inextricables de mi memoria, después de soportar muchos sueños efÃmeros y pesadillas fugaces sin porvenir y sin esperanzas, desperté asustado sobre la blanda estera de la cama, acompañado de una delicada y tierna rosa blanca que, con esfuerzo habÃa arrancado del techo oscuro de mis sueños y que desde hacÃa varios meses habÃa jugado a las escondidas con los sentimientos fantasmales al otro lado de la vida.
La rosa blanca la tenÃa en mi mano bien apretada y de su tallo lleno de espinas caÃan gotas de sangre que al llegar al suelo iban formando una enorme perla deslumbrante. En el sueño, recuerdo remotamente, la rosa blanca era perseguida por un grupo de alegres colibrÃes que se peleaban su néctar para en embriagarse de felicidad. A veces la rosa blanca cambiaba de tonalidad o se transformaba en un extraño ser de esos que habitan en los más apartados rincones de los sueños o en los más remotos lugares del universo. A veces era como un copo de espumas posado sobre el torrente de aguas de las más caudalosas cataratas. HacÃa varios meses que venÃa recordando historias remotas de mi infancia, perdidas muchas de ellas en las calles polvorientas de mi pueblo, que se confundÃan con el desorden de los personajes que poblaban mis sueños. Soñaba con almas de otras regiones y de otros mundos que envidiaban mi felicidad porque yo soñaba en el mismo sueño con la rosa blanca; a veces también soñaba con los espÃritus errantes de las almas de mis antepasados, unos eran piratas arruinados que buscaban tesoros ilusorios en las islas del Caribe, otros eran indÃgenas fueguinos que buscaban la felicidad en el remolino de las pesadillas. De pronto me encontraba viajando sobre una alfombra mágica de las muchas alfombras añoradas en mis tiempos de niñez después de que iba al cine de don Santiago Chica y veÃa la pelÃcula El Ladrón de Bagdad, era acompañado por bellas y jóvenes ordalÃas que con el torso desnudo y vistiendo apenas un trozo de túnica transparente sobre sus partes púdicas danzaban al compás de las notas de una cornamusa encantada. También me perseguÃan las almas de los muertos de mi pueblo que trataban de asirse a mis esperanzas y me llamaban con sus voces silenciosas, hasta que la rosa crecÃa y crecÃa y crecÃa y entonces, como en mis tiempos de mi niñez, me escondÃa en uno de sus enormes pétalos y entraba nuevamente al éxtasis de los sueños.
Recuerdo que el médico me dijo que todo eso no era sino el producto de los muchos sueños reprimidos que en mis tiempos de estudiante habÃa soportado.
-“Afloran los deseos reprimidos de otras épocas”, dijo el galeno moviendo artÃsticamente de un lado a otro su copioso y albo bigote.
En vacaciones cuando regresaba a Pueblo Bonito y me leÃa en el dÃa un promedio de 10 novelas vaqueras y luego en las noches seguÃa leyendo con la luz de las espabilosas luminarias o bajo el manto luciferino de las luciérnagas y luego me quedaba dormido, soñaba entonces con los mÃticos héroes del far west y yo aparecÃa detrás del bar vendiendo y sirviendo wiski y tequila a los vaqueros y pistoleros del legendario oeste norteamericano. Lo más sorprendente de todo es que entre el grupo de girls que bailaban el can can, estaba la rosa blanca, triste y solariega esperando que un alma caritativa la recogiera.
Soñé muchas veces que habÃa muerto en el sueño y que era justa esa muerte porque yo en este mundo no era más que un infeliz mortal que me habÃa burlado de Cloto, la Parca que corta el hilo de la vida; veÃa, miraba, sentÃa como mis amigos y parientes me llevaban alegres al cementerio y cavaban la fosa al lado de un anciano sancuaraño hábitat de cientos de pájaros cantores, oÃa los rezos y plegarias y el rozar tétrico del féretro con la tierra seca y allà en esa lóbrega soledad sentÃa la mano amiga de la rosa blanca que me sacaba de las profundidades del Averno y lo más sorprendente, las criptas y mausoleos se convertÃan en hermosas plantas de rosas blancas de cuyas hojas brotaban melodÃas que llenaban de felicidad mi corazón.
La primera vez que soñé con la rosa blanca viajaba en un tres de palo y fierro viejo que dejaba una nube negra y espesa de humo, pero a diferencia de los otros trenes de caldera de carbón, este no bufaba como un buey, sino que runruneaba como los gatos en celos. Muchas veces desperté por las frenadas en las estaciones olvidadas y otras veces porque a veces los niños y niñas que subÃan para ir a sus escuelas y colegios me hacÃan cosquillas y maldades. Agobiado por el peso de tantos y tantos trasnochos atrasado, adormilado veÃa por la ventanilla la campiña florecida de aquellas regiones agrestes, hasta que plácidamente, como un bebé en el regazo de su madre me quedé profundamente dormido. A medida que me introducÃa más y más en el agujero de lo desconocido aparecÃa por todos los lados la rosa blanca, unas veces como la guÃa sobre los rieles del tren, otras veces posada sobre los durmientes, encima de los riscos, al lado de los árboles. No habÃa un solo rincón en donde no estuviera la rosa blanca. Me introducÃa por esos parajes solitarios llenos únicamente de plantas exóticas de aromas penetrantes cuyas flores eran visitadas por tominejos y colibrÃes, que libaban con ansia y frenesà el néctar de la vida. De las profundidades de la madre tierra emergÃan voces y melodÃas y fue cuando me dije: “Estoy loco”. Mientras, yo hacÃa esfuerzos para asirme a una tabla de salvación y despertar, el tren subÃa y subÃa por esas montañas y bosques, todo era más hermoso, más enigmático, más encantado, y más allá, muy cerca en los confines de la vida con la muerte, en los propios riscos de la eternidad estaba la rosa blanca, transparente y bella como si hubiese emergido del sueño. Lo inexplicable del sueño era que yo soñaba en otro sueño que estaba soñando y asà sucesivamente se hacÃa una cadena interminable. Cientos de aves y pájaros acosaban la rosa blanca, otros desde las ramas de árboles y arbustos le prodigaban melodiosos trinares y cantos, pero lo más asombroso era que el mismo Morfeo, el dios de los sueños, hacÃa hasta lo imposible para que yo soñara con la rosa blanca porque él estaba enamorado locamente de ella. Esa vez, en el tren de palo y fierro, la rosa desapareció cuando desperté por el tirón de orejas que me dio el vigilante que me llamaba para decirme que habÃamos llegado al sitio de destino. Los ronquidos de gato en celo de la locomotora me pusieron nuevamente en la realidad, aunque me levanté y me bajé en aquella estación alejada del tiempo, seguà sumergido, soñando despierto con la rosa blanca mientras escuchaba a lo lejos el trinar alegre de los pájaros.
Quiero expresar que aquel sueño durante muchos meses se me repitió. Cuando acompañaba a pescar a papá a la ciénaga de los recuerdos para espantar los mosquitos a la pesca y me quedaba dormido en la proa de la almadÃa; en los camarotes de los buques de vapor a donde muchas se metÃan los caimanes que jugueteaban con los tercos manatÃes y con sus coletazos sobre el camarote me despertaban; en las vacaciones de julio o diciembre que llegaba a mi pueblo y a escondidas me metÃa en la cabina de los hidroaviones que acuatizaban en la boya que estaba frente a la casa y los gringos le decÃan a mis hermanos mayores que lo cuidaran. “Cuiden ese fósil”, decÃan. También soñé con la rosa blanca en las madrugadas cuando adormilado sobre la burrita de mi tÃa, iba en busca de leche tibia a la huerta de mamá. Lo inexplicable fue que las veces que traté de acercarme a la rosa blanca, fuerzas extrañas y misteriosas lo impedÃan. SentÃa que alguien por detrás me agarraba con fuerzas cuando yo trataba de cogerla. Cuando la gente tuvo conocimiento de mis pesadillas dijeron que yo estaba loco y otras apenas atinaron a decir que esos sueños eran producto de la enfermedad del desarrollo y de las tantas pesadillas sin miedo que habÃa tenido a causa de la pasión que vivÃa. Al paso de los dÃas, el médico me dijo que esa obsesión por la rosa blanca tantas veces soñada no era sino un sueño más de los muchÃsimos sueños a que somos susceptibles los humanos. Fue cuando opté por no soñar nunca más con la rosa blanca, puesto que ese sueño era una quimera fugaz de las muchas que padecemos cuando soñamos despiertos.
Las pocas veces que logré acercarme eludiendo toda clase de obstáculos y quise tocarla se alejó entre las nebulosas de la memoria seguida de cientos de voces y de ecos encantados que brotaban de las hendiduras de la tierra, unas veces de los valles y otras veces de las altas montañas. Desesperado lloré en el sueño de otro sueño y desperté con tantas lágrimas en la cama que empecé a creer que yo no era el mismo sino otra persona que vivÃa en mÃ. Despertaba desesperado con el puño de la mano derecha bien apretado como si agarrara un objeto, como si asiera el tallo de la rosa blanca, y asà me quedaba durante varios minutos hasta que caÃa en la cuenta que no agarraba nada y entonces soltaba los músculos de mi brazo. Lo hacÃa con una gran frustración pues no habÃa podido sacar la rosa de los pasillos silenciosos de la memoria. La realidad era otra, la rosa se habÃa quedado del otro lado del tiempo. Pero una mañana en que me desperté con el puño bien cerrado, comprendà que en realidad la rosa blanca existÃa. Toda la estancia estaba impregnada del aroma y la fragancia que en el sueño despedÃan sus pétalos, allà regado en las rachas de polvo y en las burbujas del viento estaba el mismo perfume que tantas veces me habÃa embriagado cuando lograba cruzar la barrera entre la quimera y la realidad, entre la ilusión y lo existente, entre lo imaginado y lo concreto.
Huyéndole al sueño que tenÃa con la rosa blanca, me acosté en la misma cama en que en otras épocas durmieron los caimanes y me hice la idea de que no soñarÃa otra vez con la rosa. Urdà toda clase de trampas, pues le hice creer a la rosa que yo quien me acostaba y acostaba a mi hermano, y cuando entonces se percataba que no era yo quien estaba acostado iba por todos los sueños, me buscaba con codicias hasta que me encontraba durmiendo entre nidos de patos y gallinas. Entonces se burlaba de mÃ, abrÃa cada pétalo y luego los cerraba y por último se me introducÃa y yo la veÃa espléndida y delicada, me daba una sonrisa y me pedÃa que la siguiera, y yo la seguÃa por senderos arborizados y oscuros unas veces, otras iluminados por rayos de estrellas perdidas que se colaban por el tupido follaje y dejaban marcas de haces por la espesa bruma, unas veces me perdÃa, pero me guiaba por la fragancia de sus pétalos. Lo más extraordinario eran las trinitarias y los heliotropos y las gardenias y todas las flores de ese bosque ilusorio que le prodigaban cantos y alegrÃa a la rosa blanca y yo en el sueño miraba asombrado todo cuanto sucedÃa y daba gracias en nombre de la rosa mientras ellas emocionadas abrÃan sus pétalos para que los pájaros cantores chuparan el néctar de su vida.
Debà recurrir a los malabares de la hechicerÃa, a los sabios consejos de los gurúes y a las marusas de los brujos citadinos que me vendieron la fórmula para descifrar el enigma de los sueños y asà poder arrancar la rosa blanca que tantas y tantas veces me habÃa sido esquiva. Fue la noche decembrina de fandangos y chandés en que me preparé para arrancarle la rosa blanca al sueño. Me tapé bien los oÃdos ya que según me dijeron los brujos consultados el hechizo estaba en el canto melodioso del cortejo de flores que siempre la acompañaban y que en el sueño me enloquecÃan, solo debÃa percibir el aroma y fragancia de sus pétalos y asà lo hice. En el sueño logré acercarme a los confines de la tierra, miré los abismos y tuve miedo y quise renunciar a la aventura. En un momento dado la vi sobre un montÃculo de oro, fue entonces cuando estiré el brazo y agarré fuertemente el tallo de la rosa, y entonces todo sucedió en un segundo, como si fuera la primera pesadilla de mi vida, como si fuera el primer susto de los muchos sustos que en la vida habÃa tenido, desperté con la rosa blanca en mi mano. La tenÃa bien apretada y con los ojos cerrados, temiendo que fuera otra jugada del destino o una de las muchas ilusiones que en los últimos meses habÃa padecido. Me quité los algodones de los oÃdos y escuché entre las nebulosas de la madrugada cantos y voces que provenÃan de lejanos lugares. Para alegrÃa mÃa cuando abrà los ojos la rosa blanca estaba en mi mano derecha y de su tallo lleno de espinas salió una gota de savia que al caer al suelo se convirtió en una perla iridiscente. Me levanté de la cama y observé al trasluz de la ventana la rosa blanca, era la misma rosa que habÃa visto en los últimos veinte años en mis sueños desesperados, estaba fresca, lozana y radiante, pero en sus pétalos pude leer la tristeza que la embargaba. No quise seguir aumentando su dolor, asà que me fui al jardÃn de la casa, cavé un hoyo al que le eché bastante abono y la sembré en un lugar privilegiado, pero con tan mala suerte que a los pocos dÃas morÃa de tristeza. Desde ese dÃa hice un juramente junto a su cadáver vegetal que nunca más buscarÃa una rosa blanca en mis sueños efÃmeros o en mis pesadillas sin porvenir y sin esperanzas.
San Sebastián de CalamarÃ, a finales de 1986
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Fecha: 2008-11-09 18:54:31
Nombre: emma
Comentario: me gusto y se me iso muy divertido